Berna González Harbour plantea en su última novela, Qué fue de los Lighthouse, un tema que permanece enquistado en el paso de generaciones dentro de esta familia inglesa. La trama parte de la sacudida que supone la muerte de Everett Lighthouse, quien sirvió como científico en Tanzania cuando era colonia británica. La autora alza el telón y el espectador se encuentra con los hijos de este señor reunidos en su funeral. En toda familia hay secretos, y la caja de Pandora suele abrirse tras algún acontecimiento luctuoso.
Esta escena sirve como presentación de un plantel de personajes que hacen que esta novela luzca. Está el patriarca, su mujer fallecida, sus cuatro hijos Arthur, Benjamin, Jane y Joyce, la criada Asha, su hija Amina y Adela, la hija de esta última. Ninguno entiende el reparto del legado de su progenitor, y mucho menos que haya dejado sus diarios con una nota de perdón a Asha, que desde Tanzania se trasladó a Londres con la familia.
A partir de aquí, todo el libro es la respuesta a los interrogantes que se plantean desde las primeras páginas. Si esas confesiones caen en manos de la criada es por algo, pero los hijos lo desconocen. Empieza así una lucha familiar que no hace sino sacar a la superficie la oscuridad que siempre ha estado silenciada.
La novela está narrada en tercera persona, si bien esta voz se intercala con la primera de Everett en unos escritos de 2010 dirigidos a su mujer, que lleva una década muerta. El presente de la historia, en 2016, solo se entiende con las continuas analepsis que afloran en un texto habitado por dos secretos que rozan lo previsible y que salen a la luz (la elección del apellido familiar no es para nada caprichosa) en el desenlace, sin que podamos ver la onda expansiva que golpearía a la familia.
No es por ello una novela menos valiente, ni le quita arrestos que sea lenta. Qué fue de los Lighthouse combina hechos históricos entreverados con la imaginación, y es de justos poner en valor la pulida labor de documentación de la autora, quien ha buceado en el Imperio colonial británico y ha planteado la dicotomía entre quienes ensalzan este pasado y quienes denuncian expolios y saqueos, entre otras atrocidades. No obstante, también nos habla de relaciones tóxicas, alcoholismo, maltrato, abuso de menores y la búsqueda de la identidad.
No hay que ir más allá de esta familia para encontrar una dualidad de pensamientos que el narrador se atreve incluso a juzgar como si fuera un ensayo. Una buena jugada de la autora ha sido el personaje de Ann Elizabeth, amiga de una de las nietas del abuelo Everett e investigadora e historiadora del arte. En un libro ha denunciado los excesos del Imperio británico, y esto es clave para que, sin pertenecer directamente a la familia, poco a poco se evidencie como imprescindible.
Con mucha más narración que diálogo, González Harbour aterriza en el terreno de las novelas familiares, ya que suele moverse más en el género negro. Si esta incursión ha resultado o no un flechazo, lo comprobaremos de aquí en adelante. (Esther Martín, 25 de agosto de 2025)
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